La religión de los mayas antiguos
guarda profundos misterios. La mayor parte de la información que tenemos acerca
de ella proviene de los restos arqueológicos que nos legaron -templos,
esculturas, murales y artefactos de hueso, piedra y cerámica-; de sus libros,
escritos en lengua indígena o con el alfabeto latino, y de los primeros relatos
de los conquistadores y sacerdotes españoles. Gracias a ellos sabemos que
durante el periodo Preclásico su religión, bastante simple, consistía en una
interpretación de los fenómenos naturales y celestes que evolucionó paulatinamente
conforme los conocimientos astronómicos fueron más precisos, hasta que, durante
el periodo Clásico, llegó a permear todos los aspectos de la civilización maya:
el arte, la ciencia, la guerra, la agricultura, el comercio y la arquitectura.
Por eso se dice que la sociedad maya era teocrática.
Fue aproximadamente a partir del
Preclásico Tardío, desde el 300 antes de Cristo -con la construcción de mayores
ciudades y centros religiosos- que los mayas adquirieron una visión del mundo
más elaborada: los cuerpos celestes se convirtieron en dioses -esto es, se
deificaron- al igual que los ciclos temporales. Los conceptos elaborados por
los sacerdotes se sumaron a las ideas más simples, hasta que la religión se
tornó cada vez más esotérica, con una mitología compleja interpretada por una
casta sacerdotal perfectamente organizada.
Poco a poco, la religión maya se
convirtió en una de las más complicadas de Mesoamérica. Durante el periodo
Clásico incluía una gran cantidad de dioses, muchos de ellos duales: mitad
masculinos, mitad femeninos; mitad viejos, mitad jóvenes; mitad animales, mitad
humanos. Sus rituales y ceremonias también adquirieron paulatinamente una mayor
complejidad, determinados, en buena medida, por los extraordinarios
conocimientos astronómicos de los mayas, que les permitían predecir con
exactitud los movimientos estelares y los acontecimientos futuros; para ellos
el universo era sagrado y el tiempo era cíclico, no lineal, razón por la cual
creían que era posible la predicción del porvenir. Así, muchos ritos se
realizaban para tener contentos a los dioses, recibir sus mensajes y profecías
y mantener, de este modo, el orden cósmico.
Quienes oficiaban las ceremonias
eran los sacerdotes, cuya labor estaba estrechamente asociada a la astronomía,
ya que todos los rituales eran dictados por el calendario sagrado de 260 días y
tenían un alto significado simbólico. Eran ellos quienes controlaban el
conocimiento y las celebraciones, y quienes estaban a cargo de los cálculos
matemáticos y estelares; de los ciclos estacionales y temporales -muy útiles
para la agricultura-; de la adivinación y la curación de enfermedades, y de la
escritura y la genealogía de los linajes mayas, los cuales heredaron tanto las
tradiciones místicas olmecas como las de los antiguos teotihuacanos. Además, no
eran célibes, y sus hijos los sucedían frecuentemente en sus funciones, aunque
la abstinencia sexual era rígidamente observada antes y durante las
festividades.
Como los toltecas, los mayas
también ejercieron el sacrificio humano, aunque en menor escala. Generalmente,
las víctimas eran los cautivos de guerra, aunque también eran comunes la
automutilación y el autosacrificio, cuya finalidad era la obtención de sangre
como ofrenda para los dioses durante las celebraciones calendáricas. Esta
obsesión por la sangre, principalmente por parte de la élite guerrera y
sacerdotal maya, derivaba de la creencia de que de ella dependía tanto su
propia supervivencia como la de los dioses. Al brindarla como ofrenda se
enviaba energía humana hacia los cielos y se recibía a cambio poder divino.
Cuando comenzó el declive de esta civilización, muchos de los grandes señores
mayas iban de una ciudad a otra haciendo sacrificios para sostener la precaria
situación de sus reinos.
Los mayas pensaban que cuando la
gente moría penetraba en el Inframundo por una cueva o un cenote. Los reyes
seguían un sendero acorde a los movimientos cósmicos del sol para llegar al
Inframundo y ahí, mediante sus poderes sobrenaturales, renacían en el cielo y
se convertían en dioses; por ello, en su honor se edificaban templos sobre sus
sepulcros. Por el contrario, la gente común era enterrada bajo el suelo de su
propia casa, en compañía de algunos artículos religiosos de índole funeraria y
de los objetos que había usado en vida, con el fin de que su viaje al otro
mundo fuera afortunado y bendecido por los dioses. Los mayas creían que el
espíritu era inmortal y que la vida en el Otro Mundo dependía, entre otras
cosas, de la conducta mostrada en éste.
El panteón de los dioses mayas
fue uno de los más complejos de Mesoamérica debido a los múltiples rostros y
funciones de cada deidad, las cuales llegaron a ser por lo menos 166. No
obstante, se sabe que el dios supremo durante el periodo clásico fue Itzamná, creador
original, señor del fuego y de la tierra, inventor de la escritura y patrón de
las artes y las ciencias, quien frecuentemente era representado como serpiente.
Su esposa era Ixchel, diosa de la luna y señora de las mareas, la medicina y
los partos.
Las actividades humanas también
tenían sus dioses: Yum Kax era el dios de los campos y la agricultura; al dios
de la guerra lo llamaban Ek Chuah, y al dios de la muerte, Ah Puch. Además,
cada día del mes tenía su propia deidad, al igual que cada mes del año y cada
manifestación sagrada de la naturaleza. Así, Chac era el señor de la lluvia y
el rayo; Ik, el dios del viento, Ek Chuac, patrón del cacao y dios de la
guerra, y Kin, dios del sol. Más tarde, durante la época de influencia tolteca
en el mundo maya, el dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, se convirtió en
Kukulcán, dios del viento.
Tras la conquista española, hubo
una fusión entre las creencias mayas y el cristianismo. Hasta la fecha, la
mayor parte de los mayas siguen una religión mezcla de las antiguas creencias
mayas y el catolicismo; algunos aún creen, por ejemplo, que sus pueblos son
centros ceremoniales de un mundo sostenido por dioses -los bacabes- en sus
cuatro esquinas, y que cuando uno de ellos suelta su carga suceden los
terremotos. De igual modo, el cielo es el dominio del sol, la luna y las
estrellas; sin embargo, el sol está claramente asociado al Dios padre o a
Jesucristo, y la luna está asociada con la virgen María.
Muchos mayas están convencidos de
que las montañas y las colinas que los rodean son antiguos templos y pirámides,
hogares de las deidades ancestrales. Creen en el Padre de la Tierra, quien vive
en cuevas y cenotes, controla las lluvias y produce rayos y truenos; en los
espíritus del bosque, invocados durante las celebraciones agrícolas, y en los
vientos del mal que esparcen las enfermedades por el mundo. Pero, sobre todas
las cosas, y al igual que en los tiempos antiguos, piensan que nuestro universo
es sagrado, como todo lo que lo habita: desde la estrella más lejana hasta el
último de nosotros, los hombres, sus hermanos.
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